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El mundo no sería mejor sin tanto idiota

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No creo mucho en las teorías de la conspiración, básicamente porque resultan innecesarias. Como establece el principio de la navaja de Hanlon, «no atribuyas a la malicia lo que puede explicarse mediante la estupidez». No hace falta ningún plan maquiavélico para que un coronavirus se propague. Basta con que alguien se prepare un caldito de pangolín o se deje un momento abierta la puerta del laboratorio mientras va al baño. De hecho, una de las peores matanzas documentadas con armas biológicas se debió a un despiste. En 1979 el ántrax que el Ejército soviético procesaba en una planta de los Urales se liberó a la atmósfera después de que un técnico se olvidara de colocar el filtro de un tubo de escape. Murieron en torno a 100 personas. Años después, un genio criminal atentó contra al Senado y varios medios de comunicación enviándoles esporas de esa misma bacteria. Apenas hubo cinco fallecidos.

No existe inteligencia capaz de igualar el poder destructivo de la idiotez. En su tratado de 1988 sobre Las Leyes Fundamentales de la Estupidez, el economista italiano Carlo M. Cipolla distinguía al malvado, que provoca un daño a cambio de alguna ventaja, del tonto, que lo hace sin obtener ningún beneficio e incluso perjudicándose (Tercera Ley Fundamental de la Estupidez o Ley de Oro). Desde el punto de vista macroeconómico, el malvado lleva a cabo «simplemente una transferencia de riqueza». La sociedad en su conjunto no pierde ni gana. Pero el tonto causa un quebranto sin sacar provecho alguno. Hay una destrucción neta de valor y toda la sociedad se empobrece.

Cipolla no se hacía ilusiones sobre el efecto agregado de miles de idiotas actuando cada día «en perfecta sintonía» desde cualquier rincón del planeta. «Este grupo es mucho más poderoso que la Mafia, el complejo industrial-militar o la Internacional Comunista», advertía. ¿Cómo defenderse, además, de un enemigo cuyo ataque «carece de cualquier estructura racional» y que te persigue «sin plan preciso, en los momentos y lugares más improbables»? Era cuestión de tiempo que llevara Occidente a la ruina.

Los infaustos augurios de Cipolla no se han cumplido (por ahora), a pesar de que «siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestimamos el número de estúpidos» (Primera Ley Fundamental). ¿Cómo nos las hemos arreglado para salir adelante?

Parece que Cipolla omitió en su análisis un aspecto relevante: los idiotas no solo socavan el esfuerzo de los sensatos, sino el de sus propios congéneres. Sus descabelladas ocurrencias abren en ocasiones vías insospechadas de progreso. Desde la cómoda atalaya de los siglos todo se nos antoja obvio e previsible, pero muchos inventos que forman parte de nuestra cotidianeidad jamás habrían visto la luz si sus impulsores se hubieran plegado a los dictados del sentido común de la época. Lean, si no, estas tres perlas:

«Creo que hay mercado para unas cinco computadoras en todo el mundo». Thomas Watson, presidente de IBM, 1943.

«La televisión no podrá retener a los espectadores más de seis meses. La gente se hartará de mirar cada noche una caja de contrachapado». Darryl Zanuck, ejecutivo de 20th Century Fox, 1946.

«Internet se expandirá como una supernova y colapsará catastróficamente en 1996». Robert Metcalfe, fundador de 3Com, 1995.

Es inevitable esbozar una sonrisa al leer estas predicciones. Nadie discute que los promotores del ordenador personal, la televisión o internet fueron unos visionarios, pero se movieron mucho tiempo en la frontera del frikismo, cuando no de la franca estupidez. Si el Macintosh hubiera sido un fracaso, la revista Time lo habría incluido en su lista de Los 50 Peores Inventos, junto al Segway, la New Coke o Clippy, y Steve Jobs formaría parte de la larga y triste legión de chiflados que en el mundo han sido. «Pero el Macintosh era un gran producto», me objetarán, y no puedo estar más de acuerdo. Pero también lo era el Betamax y ocupa el puesto 19 en la relación de Time.

La de sexador de tontos es una empresa delicada y misteriosa. A algunos se les ve venir desde cuatro pueblos, como a los creadores del aspirador con motor atómico o del traductor de pensamientos caninos. Pero si decidiéramos fumigarlos a todos como al mosquito anofeles, estaríamos renunciando a una insustituible reserva de creatividad.

«La estupidez no es un defecto, sino una fuerza», sostiene Matthijs van Boxsel, historiador y autor de una Enciclopedia de la Estupidez. «Consiste en la habilidad para obrar contra tus intereses» y es «un talento específicamente humano». Ningún otro animal arriesga su posición y hasta su vida por ocurrencias que generalmente acaban en pifias, pero de las que de cuando en cuando emerge una gran solución.

Por eso, aunque no existe inteligencia capaz de igualar el poder destructivo de la idiotez, debemos resignarnos a convivir con ella. Y contentitos, como decía mi suegra.


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